‘La petjada d’El Rubio’ y la importancia de la memoria local

Santiago Pitarch, historiador i membre d’ABRIL
Òscar Meseguer es el autor de La petjada d’El Rubio, l’últim company de la Pastora. Francisco Serrano Iranzo fue el compañero del mítico maqui la Pastora, formando una partida de solo dos individuos una vez ambos desertaron de la guerrilla controlada por los comunistas. 

Se trata de un libro con una factura original, a medio camino entre el ensayo y el artículo periodístico, la historia y las vivencias personales, la novela y la literatura memorialista. El autor mezcla diferentes enfoques, en una combinación que funciona perfectamente, para contarnos, a través de la investigación que lleva a cabo personalmente, la historia de este poco conocido maqui, la lucha de sus herederos para recuperar sus restos, sus vivencias personales, las pesquisas llevadas a cabo, la actuación de las autoridades y los arqueólogos, etc.

El hecho desencadenante de la trama es la llamada de un hombre a la redacción del Setmanari de l’Ebre —dirigido por el autor— diciendo que sabe donde está exactamente enterrado El Rubio. Comienza una investigación que llevará al protagonista a descubrir una nueva mirada sobre esta parte trágica de nuestra historia, entrelazada con la recuperación de la memoria local e incluso personal.

Un buen ejemplo de esta disparidad de voces, fuentes y estilos, que funcionan como un todo bien coordinado, es el capítulo dedicado a la hija menor del guerrillero. Cita películas como Silencio roto para enlazarlas con sus experiencias personales. Otras, como Luna de lobos, para explicar como la hija pequeña de El Rubio la vincula con sus recuerdos: “Son histories molt tristes, com la del meu pare”. Recurre a trabajos académicos como Maquis: el puño que golpeó al franquismo para obtener los datos históricos necesarios. Como no, también a la memoria oral con que nos obsequia la entrevistada. De esa forma, consigue transmitirnos una visión poliédrica, pero veraz, de la represión sufrida por las mujeres de la familia de El rubio, quienes, entre detenciones, torturas y palizas, han de soportar el incendio de su masía, la prohibición de abandonar el pueblo, la pobreza, el hambre y el aislamiento social. El autor añade también sus reflexiones, inevitables para quien que se enfrente a estas realidades y tenga una mirada crítica y ética del pasado: “és unalliçó de vida que hauria d’evitar que en el marc d’alguns conflictes polítics, econòmics o socials actuals, en contextos més o menys democràtics, es facen comparacions odioses que banalitzen la barbàrie i el que aquella gent va arribar a patir”.

Algunos de los fragmentos del libro son realmente duros. Por ejemplo, podemos citar el capítulo dedicado a la matanza ocurrida en la Torre el Catre. Supone, a la vez, una especie de culminación de la espiral de venganza que tantas veces vemos repetida en distintos procesos históricos. La violencia se autorreplica hasta formar un sistema del que sus protagonistas ya solo poseen un control parcial.

En el asalto a esta masía, el Rubio recurrió a su ametralladora británica Sten para asesinar a toda una familia. Tal como recoge un superviviente entrevistado por el autor, “mataron a toda la familia, mi padre, mi madre, el abuelo, mi hermano y el otro hermano que quedó herido”.  El detonante fue la huida de quien recuerda los hechos, pero hemos de buscar la causa profunda en el hecho de que este salto, más allá de tener el habitual objetivo de aprovisionarse, era una venganza por considerar que esta familia había delatado recientemente a un compañero de guerrilla, el cual había sido torturado y asesinado por la Guardia Civil. En el año dos mil, la familia consiguió que los restos fueran trasladados al cementerio de Morella. Se lamentan de que en ninguna autoridad ni agente memorialístico haya promovido que se explique su condición de víctimas. Justo enfrente, yacen víctimas del franquismo enterradas con honores, lo que lleva a una de las entrevistadas de esta familia a afirmar que las verdaderas víctimas fueron los masoveros, atrapados en una disyuntiva imposible de resolver y olvidados por la historia.

En efecto, cabe imaginar la difícil situación de estas personas atrapadas entre la violencia de los setvidores de la dictadura y las exigencias de los guerrilleros. Estos se presentaban en las masías exigiendo comida, refugio y dinero. Si accedían a estas peticiones, se exponían a ser considerados colaboracionistas por la Guardia Civil, siendo objeto de terribles represalias. Dicha etiqueta se podía adquirir simplemente por el hecho de no informar de esas extorsiones o de cualquier información mínimamente valiosa. Para asegurarse de que la sinceridad no fuese motivada únicamente por el terror, los miembros del instituto armado se hacían pasar regularmente por maquis para tender trampas a estas familias: la Guerra Civil parecía no acabar nunca.

Un leitmotiv de la obra es el alivio que sienten algunas de las víctimas, sujetos de traumáticos recuerdos, al explicar sus torturantes vivencias, así como el alivio que sienten al conseguir enterrar adecuadamente a sus muertos. El ser humano, al fin y al cabo, es un animal social para quien el rito, o su ausencia, es capaz de resignificar la realidad. Quienes sistemáticamente niegan la necesidad de estos actos simbólicos desconocen su propia naturaleza o, al menos, fingen ignorarla.

Sobre este último extremo, es interesante el capítulo dedicado a Pilar Gimeno, activista memorialista, sobre su experiencia en la recuperación de cuerpos de víctimas de la Guerra Civil. Su historia personal, desgraciadamente, tampoco es única: busca a su tío desaparecido por ser miembro de la UGT, torturado y asesinado junto a once compañeros más. Lo último que escuchó de su madre antes de morir fue: “¿Encontraremos a mi hermanico?”. No fue el único miembro de la familia asesinado, pero este parece ser el pistoletazo de salida de su activismo. La necesidad de localizar a los suyos es una constante entre quienes sufrieron este tipo de horrores. Nos recuerda que, tras recuperar los restos de sus familiares, jamás ha escuchado una sola palabra de odio o rencor, sino únicamente palabras de alivio que expresan la posibilidad de cerrar el círculo del dolor. Las palabras malsonantes, sin embargo, siempre vienen de quienes están en contra de este tipo de actividades, espetando el ya conocido “alguna cosa debieron hacer”.

La historia, para bien o para mal, no es algo muerto, propio de un pasado inmutable. Forma parte de nuestro presente. No solo asumimos información proveniente de nuestro pasado colectivo, sino que la procesamos mediante una interpretación que nos condiciona e influye hasta niveles de los cuales no solemos ser conscientes. Nuestra visión de la historia se transforma en una forma de entender el mundo y, esta, en parte de nuestros valores éticos y en condicionante de nuestro comportamiento.

Por ello, la recuperación del pasado y la posterior reflexión sobre su significado son actividades necesarias para construir una sociedad sana. De las múltiples lecturas que de esta obra se pueden extraer, esta es una de las que considero más relevantes y que, por otra parte, demuestra la utilidad de las asociaciones como la que publica este artículo.

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