Text: Santiago Pitarch
Forcall, esperanza hacia la libertad, es un libro que sorprende gratamente. No se trata de que sus autores, Jesús y Raül Vidal, sean viejos amigos míos; el calificativo es más que merecido.
Se trata de las memorias de Antonio García Borrás, tío de su abuelo materno, a quien describen como “un home valent, milicià convençut del bàndol republicà i fill del Forcall”. Lo que el lector podría esperar son anécdotas insustanciales y desdibujadas por el paso del tiempo, propias de un venerable anciano que desea compartir sus recuerdos. Sin embargo, lo que encontramos es un texto ameno y vibrante que alterna, de manera original, el relato de sus experiencias personales con la explicación del contexto histórico. Como si fueran capítulos de una serie, se intercalan episodios históricos que abarcan la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial con las vivencias personales del narrador. En algunos capítulos se ofrece una explicación personal de las causas de estos procesos históricos, mientras que en otros se presenta la memoria en primera persona de los sufrimientos del protagonista, primero en el frente y luego como prisionero, esperando su ejecución.
Un libro siempre es una ventana al alma de una persona y, en este caso, parece abierta de par en par. Vemos sus ideales políticos, su concepción de la historia, su sentido de la ética, su racionalización de la experiencia vivida. A lo largo de todo ese viaje, subyace una visión tremendamente amarga de lo vivido esos años, pero surcada transversalmente por un profundo sentido de la dignidad humana que es capaz de albergar cierto optimismo incombustible.
Los libros también tienen la virtud de transmitir un mensaje al lector, interactuando con él y haciendo única cada una de estas relaciones. Al menos, así ocurre con los buenos libros, y este lo es. A algunos lectores les conectará con su propio pasado y con los relatos que muchas veces forman parte de la herencia familiar. A otros les parecerá algo más lejano o ajeno, pero a todos moverá a la reflexión sobre lo narrado. Al menos, así ocurre con los buenos lectores.
Las citas a pie de página dan contexto a algunas referencias a las que alude el texto y que pueden no ser evidentes para el lector. Muestran que nos hallamos ante un texto editado con cariño, pero también con profesionalidad, lo que nos habla bien tanto de los autores como de los colaboradores de un proyecto de recuperación de la memoria que dio a luz una obra tan recomendable.
El libro se puede adquirir en este enlace:
Por lo que incumbe a ABRIL, asociación eminentemente benicarlanda, uno de los pasajes de esta obra nos da un testimonio de primera mano de uno de los desafortunados prisioneros republicanos que estuvieron encarcelados aquí. Con el permiso de los autores, copiamos a continuación el texto, convertido así en documento histórico.
7.5 CONVENTO DE MONJAS. PRISIÓN DE BENICARLÓ
Al poco rato de estar en esta prisión o, mejor dicho, en la iglesia, justo se acabaron de retirar todos los compañeros del patio. Sin embargo, tuve suerte porque mi hermano también dormía allí, así que nos pudimos abrazar y saludar.
En esta prisión éramos muchos de Forcall. Al día siguiente, al salir al patio ya los pude saludar a todos. Aquella noche hablamos de todo y todos tenían un buen concepto de la marcha de los acontecimientos, pero desde mi punto de vista no lo veía así, puesto que nos acusaron de tal forma que teníamos una gran cantidad de penas de muerte en nuestros expedientes.
Ya habían salido algunos en libertad atenuada o condicional, pero hice un recuento de todos los de Forcall y aún quedábamos sobre setenta, desde luego todos de ideología de izquierda menos Vicente Dabón (Puça) que era de derechas.
Al día siguiente hablé con todos, y al padre de Rosalía le entregué la foto que me dio su hija para que se la donara. Hablé también con sus hermanos Antonio y José, así como con su cuñado Pascual Querol Escorihuela. A este último, le dije que la cosa la teníamos muy mal, puesto que a todos nos habían cargado un buen paquete. Con nuestros atestados, tal y como estaban, habría una gran cantidad de penas de muerte, y le dije: “Nuestra situación es malísima, puesto que con las denuncias falsas nuestros denunciantes están dispuestos a matar”.
La vida en esta cárcel era muy tranquila, pues la comida nos la organizábamos nosotros por grupos de amigos y familiares. Nos guisábamos en el patio, con fogones de leña que entraban de fuera. Yo, naturalmente, me junté con mi hermano y el tío Pujamante, y de esta forma nos reuníamos los tres para comer. A los pocos días vino su hijo, con el que tanto tiempo estuvimos juntos por las cárceles extremeñas. El tío Pujamante, antes de venir su hijo, siempre me preguntaba, como era normal, por su hijo. Yo siempre le decía que estaba bien, pues nunca le conté la verdad, porque habría sufrido mucho más.
Los haberes que nos daban desde la cárcel eran de 1 peseta y 15 céntimos diarios. Estos 15 céntimos era lo que valía la ración de pan que nos daban, que era de un cuarto de kilo diario, y nos daban también el aceite (no recuerdo bien si era cada ocho días), así como una ración de tabaco. Todo se descontaba de las 34,50 pesetas que nos daban al mes, pero a pesar de todo, y junto con lo que nos mandaban de casa, comíamos bastante bien. Entre los compañeros reinaba una buena moral mientras no actuaran los tribunales. Mis padres me mandaban un paquete cada quince días con patatas, pan y algunas cosillas de comer, pues los pobres hacían lo que podían para mandar alimentación a los suyos. Así nos íbamos arreglando dentro de nuestras comodidades.
Desde luego, para mí, en comparación a lo que habíamos pasado en la provincia de Badajoz, me parecía un hotel. A los pocos días nos trajeron a Manuel Gascón, el hijo del tío Pujamante, y como era natural, lo agregamos a nuestra comunidad, quedando un grupo de cuatro: padre e hijo, y mi hermano y yo. Con Manuel Gascón, solo hacía un mes que nos separamos, y tras este único mes lo encontré mucho más delgado. Entonces me dijo que en el convento de San Francisco de Mérida, la ración de comida, así como el pan había quedado a la mitad de la que nos daban cuando estaba yo.
La vida en esta cárcel de Benicarló era así. Su régimen no era riguroso. Por la mañana, el trompeta tocaba diana; un cuarto de hora después, llamada para formar y recuento; a continuación, un cuarto de hora más tarde, llamada y salida al patio. Sobre las nueve de la mañana teníamos la salida al patio que la hacíamos con la cesta de la comida para preparar muestro guisote. Después hacíamos un paseo con los amigos en el patio, y más tarde, la recogida de noticias y la escucha de las mismas de radio macuto, que algunos días eran buenas y subía la moral, pero otros días pasaba todo lo contrario.
En ese año ya no había noticias buenas, más bien al contrario. Todas eran malas, pero siempre había que inventarse algo de bueno para levantar el ánimo de muchos compañeros.
Más tarde, nos dedicamos a la preparación de la comida de medio día, y sobre mediodía nos poníamos a comer. Para estas comidas, disponíamos de un economato para comprar lo que nos hacía falta. Terminada la comida, sobre la una de la tarde, nos llamaban y formábamos para entrar en los dormitorios hasta las tres de la tarde, que era cuando el trompeta tocaba llamada para formar de nuevo y enviarnos una vez más al patio. Allí en el patio, estábamos un rato hablando con los compañeros y muchas veces pensando, como era natural, en nuestros familiares. Por este motivo, tratamos de buscarnos distracciones antes de que el aburrimiento nos hiciera pensar en algo malo. Cuando se aproximaba la hora de entrada a los dormitorios, debíamos empezar a preparar la cena, porque, sobre las seis de la tarde en invierno y sobre las siete en verano, nos tocaba llamada y, por dormitorios, teníamos que formar, haciendo la parada en el claustro del convento. De una manera ordenada, una vez formados, la banda de música tocaba y debíamos cantar el Cara al sol ante el jefe de servicios sin olvidar los gritos de rigor de «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! ¡José Antonio!» y un «¡Arriba España!»; todo era obligatorio, y así con la banda de música desfilábamos hacia los dormitorios. Una vez en ellos, nos hacían romper filas y realizábamos un rato de tertulia entre los compañeros. Después, hacia las diez de la noche, teníamos la última formación y nos hacían recuento. Un poco más tarde, llegaba la hora del toque de silencio, y a dormir. En este convento había agua en abundancia, así que nos podíamos lavar la ropa, y ducharnos cuando queríamos.
Como he dicho antes, de Forcall éramos unos setenta hombres pues se trataba del pueblo con mayor número de detenidos, y esto puede demostrarse con estas cifras: de Morella unos cincuenta compañeros, de Cinc Torres unos treinta, de Villores no había nadie, de la Todolella unos doce, de La Mata unos veinte, de Olocau del Rey tres, de Ortells seis, de Zorita ninguno y de Portell una decena. De Forcall, aparte de los que estábamos en esta cárcel de Benicarló, aún había unos seis en Astorga. Lo que quiero decir, es que no había otro pueblo en toda la provincia que recibiera el castigo que tuvo el pueblo de Forcall.
Fue una triste historia la que todos me contaron cuando llegaron pueblo, porque fueron muy mal recibidos por los elementos falangistas. Estos, a medida que llegaban los republicanos, los detenían a todos y la encerraban en los calabozos del ayuntamiento. Llegaron a ser más de cien los detenidos. Algunos fueron recibidos con fuertes palizas, dándoles con las culatas de los fusiles. Algunas mujeres fueron también detenidas y encarceladas en los calabozos. Otras mujeres eran conducidas por los propios falangistas al barbero, para que este les pelara los cabellos con la máquina al cero, y después eran conducirlas en medio de dos falangistas, y exhibidas con las cabezas peladas por las calles del pueblo, para burla y risa de dichos falangistas.
Hubo un falangista que denunció a mi suegro, Manuel Ortí. De su casa fue conducido por tres falangistas armados con fusiles, y al entrar en la puerta del calabozo uno de los tres falangistas le dio un fuerte culatazo. Los tres eran naturales del pueblo de Forcall. Este culatazo fue tan enérgico que según él no pudo dormir en toda la noche por el daño que le hicieron. Otro compañero, José Segura (Peturra), lo sacaron del calabozo al cabo de cuatro días de estar ingresado, y el cabo de la Guardia Civil, en presencia de dos falangistas y mandado por estos dos, ante unas preguntas con negaciones presuntamente falsas, empezó a darle porrazos en todas las partes del cuerpo, de tal manera que cuando lo devolvieron al calabozo, se quitó la camisa ante los demás compañeros y paisanos, y podía apreciarse como tenía todo el cuerpo negro de los porrazos que recibió. Uno de estos falangistas fue el que le dio el fuerte culatazo a mi suegro. Desde entonces, el compañero José comenzó a perder la salud.
Otro compañero apodado Torrero, al entrar en la misma puerta del calabozo, recibió de un falangista con muy malos sentimientos, un golpe muy fuerte con la culata del fusil y le rompió dos costillas, por lo que tuvo que intervenir el médico y debió pasar unos días en el hospital.
A José Sancho (Pastablana) le dieron una fuerte paliza antes de llegar al calabozo. Todos estos hechos se desarrollaron en Forcall.
La vida en esta cárcel de Benicarló dejó de ser tranquila en el mes de marzo del año 40. El tribunal militar se había instalado en esta ciudad y había empezado a actuar. Algunos días había grandes listas para pasar por este tribunal; hasta treinta compañeros, y muchos de estos días, cuando volvían del tribunal, la mitad de los compañeros venían con pena de muerte. Aquello era muy triste para todos. Habilitaron una sala del convento para los penados a muerte. Esta sala reunía muy malas condiciones, por lo que no había lavabos y tenían, por consiguiente, que hacer sus necesidades en un cacharro que solo lo sacaban una vez al día. Cuando terminó la actuación de este tribunal había en esta sala ciento cincuenta compañeros condenados a muerte, entre ellos mi hermano y mi suegro, su cuñado y también dos hermanos. El total de condenados a esta última pena no lo recuerdo con exactitud, pero sí diría que sobrepasaba de los treinta del pueblo de Forcall.
Nos quedamos sin dos de nuestra comunidad, es decir, sin Pujamante y sin Francisco, pero Manuel Gascón y yo continuamos haciéndoles la comida tanto a su padre como a mi hermano. Se la preparábamos, pero no podíamos hablar con ellos. Esto duró muy pocos días porque muy pronto fueron trasladados a la Prisión Provincial de Castellón, si bien pasaron quince días en estas malas condiciones.
Cuando ingresaron en las celdas de los condenados a muerte, se encontraron con las fuertes sacas de los últimos días del mes de mayo. La primera saca fue de treinta y cinco compañeros, la segunda, dos días después, fue de treinta y ocho compañeros, y la tercera de cuarenta. Así que en cuatro días fueron ciento trece los compañeros ejecutados en esa Prisión Provincial de Castellón. Era el terror y la agonía de los condenados, y los que aún no lo estaban, lo esperaban. Nos quedamos en esta prisión de Benicarló con el pensamiento de lo peor, y con mi amigo Manuel, continuamos haciéndonos nuestras comidas. El traslado a pie hasta la estación de los ciento cincuenta condenados a muerte, fue llevado a cabo por la Guardia Civil, tomando todas las medidas necesarias.
El total de compañeros condenados a muerte por este tribunal de Benicarló, como ya apunté antes, fue de ciento cincuenta, y de Forcall sobrepasaban los treinta. No lo recuerdo muy bien, pero estoy seguro que pasaba de ese número.
Jose Segura (Peturra), que también estaba nombrado para pasar por este Tribunal, no fue porque estaba muy enfermo. El médico certificó que no podía hacer acto de presencia en dicho tribunal por su enfermedad, y entonces fue mandado al Hospital Provincial de Castellón. Cuando lo procesaron, el fiscal también le pedía la pena de muerte, según se lo comunicaron. Estando este compañero en el hospital, se personaron dos falangistas de Forcall y le dijeron al director del hospital que el enfermo José Segura no era merecedor de estar en este hospital, por ser un rojo peligroso. Entonces el director de dicho hospital mandó que lo trasladaran a los sótanos del hospital, ya que estos dos falangistas le insistieron en que Jose Segura solo merecía la muerte. Este compañero, en los sótanos de este hospital, encontró la muerte causada por los malos tratos que recibió.Francisco Buenaventura murió en la cárcel de Benicarló. El fiscal también le pedía la pena de muerte, pero encontró, asimismo, la muerte después de muchos días de sufrimiento por su enfermedad, agravada por la angustia de los malos tratos. Según declaraciones de su hermano Gerardo, su hijo mayor no le presto ninguna ayuda económica ni tampoco moral, pues estuvo en la Legión luchando contra la República. Creyendo su padre que había muerto, al terminar la guerra apareció en el Tercio. Este marchó voluntario como miliciano a favor de la República y al poco tiempo lo dieron como desaparecido, pero por lo visto, muy pronto se incorporó al Tercio de la legión. Al terminar la guerra se dio a conocer cuando su padre ya estaba internado en la cárcel de Benicarló. A los pocos días de haber terminado la guerra, fue licenciado, y cuando paso en dirección a Cataluña hizo una visita a su padre, pero sin prestarle ninguna ayuda. También visitó a su primo Manuel, y a este le hizo unas manifestaciones favorables al franquismo. En una de las cartas que me escribió a mí, se manifestaba como un verdadero falangista. A su padre, aunque no llegó a ser juzgado porque le llegó la muerte antes, el fiscal también le pedía en su expediente la pena de muerte.